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La pobreza lleva a la discapacidad y la discapacidad a la pobreza

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El País.- La pobreza eleva el riesgo de sufrir una discapacidad y la discapacidad eleva el riesgo de caer en la pobreza. Una espiral endiablada: las condiciones de vida, la precariedad laboral son a menudo fuente de enfermedades que, mal remediadas, conducen a una discapacidad prematura. Pero, a su vez, la presencia de una discapacidad requiere, por un lado, continuas intervenciones médicas que, en ocasiones, salen muy caras y, por otro, limita el futuro de la persona negándole su participación plena en la vida social y económica y lanzándola a la pobreza. Dos estudios, uno de ellos bajo la firma de la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial, y otro, de ámbito doméstico, financiado por la obra social de La Caixa llegan a estas claustrofóbicas conclusiones.

Las personas con rentas bajas tienen hasta cuatro veces más riesgo de sufrir una discapacidad antes de los 65 años que aquellas que gozan de una economía saneada. Ello pone de manifiesto que las discapacidades están estrechamente ligadas a las condiciones precarias de vida y de trabajo, según el estudio de la Fundación La Caixa. El riesgo de que una persona padezca una discapacidad es de un 8% en los hogares que no superan los 1.000 euros de ingresos, mientras que se encuentra una persona con discapacidad solo en un 2,45% de los hogares con rentas entre 2.500 y 4.500 euros mensuales.

Uno de los autores de este estudio, el sociólogo Carlos Pereda, del Colectivo Ioé, lo explica de la siguiente manera: “Hay que tener en cuenta que uno de los factores clave en la aparición de una discapacidad es, además de los traumas, la enfermedad. Cuando no se curan bien o no hay una rehabilitación correcta, derivan en discapacidad, y en los hogares más pobres estas condiciones no se cumplen. Por eso es tan importante una sanidad pública para todos, que pueda eliminar esas diferencias por cuestiones de renta”.

En todo el mundo, unos mil millones de personas tienen alguna discapacidad —un 15% de la población—, y cualquier persona puede padecerla, bien que de modo transitorio, a lo largo de su vida. En 1970, la discapacidad afectaba al 10% de la población, unas cifras van en aumento debido al envejecimiento y a la mayor presencia de enfermedades crónicas. Pero ser discapacitado no es sinónimo de dependiente. Es la gravedad la que inhabilita o se hace acreedora de alguna ayuda para desempeñar ciertas tareas. Entre 110 y 190 millones de personas estarían en esa situación, dependiendo de las fuentes que maneja el informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Esa discapacidad grave se relaciona con afecciones como la tetraplejia, la depresión grave o la ceguera.

La extensión del problema —quién no conoce a alguien con alguna discapacidad— parece insuficiente para cambiar la situación. Perduran las dificultades para este colectivo en el acceso a la sanidad en muchos países, a la educación en condiciones de igualdad, al trabajo, a la participación social, y se limitan sus decisiones económicas o, sencillamente, su movilidad en un paseo por la calle o en el interior de un edificio público. Basten unos datos: “Las tasas de empleo son menores entre los varones y mujeres discapacitados (53% y 20%, respectivamente) que entre los varones y mujeres no discapacitados (65% y 30%, respectivamente)”, señala el informe internacional de la OMS. La falta de formación está en el origen de esas cifras: “El fracaso escolar se observa en todos los grupos de edad y tanto en los países de ingresos altos como bajos, pero con un patrón más acusado en los pobres. Incluso en países con altos porcentajes de matriculación en la escuela primaria, como los de Europa oriental, muchos niños con discapacidad no asisten a la escuela”. “En los hogares españoles con rentas de 1.500 euros, el porcentaje de analfabetismo entre las personas con discapacidad (de 16 a 64 años) es mayor que en familias acomodadas, y mucho menor, claro, el porcentaje de los que tienen estudios superiores”, demuestra el informe de La Caixa. Respecto a la participación en la vida social, una encuesta efectuada en 93 países puso de manifiesto “que 31 de ellos no tenían ningún servicio de interpretación [para sordos], mientras que 30 países tenían 20 o menos intérpretes cualificados”.

En consecuencia, la pobreza limita el acceso a una vida más cómoda que frene la discapacidad y la discapacidad puede traer la pobreza: “En los países de ingresos bajos, las personas con discapacidad, en comparación con el resto, tienen una probabilidad un 50% mayor de enfrentarse a gastos sanitarios ruinosos”.

El informe hace hincapié en las dificultades extra que encuentran las personas con discapacidad intelectual o mental respecto a las que tienen una discapacidad física, a pesar de las “visiones estereotipadas” del problema como alguien que va en silla de ruedas. El estudio internacional pide un esfuerzo a los políticos para que se cumplan muchas de las normas que ya están en vigor, pero también solicita un cambio de mentalidad entre el empresariado y, en general, una visión alejada de los usos y costumbres —cuando no supersticiones— que han mantenido en la discriminación a este colectivo, incluso dentro del ámbito familiar.

En femenino, peor

El colectivo de la discapacidad no escapa a la gran discriminación mundial: la desigualdad entre hombres y mujeres. Las cifras de desempleo son peores para las mujeres, también las de incorporación y permanencia en la educación, las de participación social y los estigmas asociados al colectivo se ceban más con las mujeres. Si la discapacidad tiene que ver con la pobreza, también puede decirse que las mujeres están más afectadas por los ingresos económicos que los hombres.

Pero hay, además, un elemento agravante: las mujeres cuidan pero no reciben cuidados. Las diferencias que Carlos Pereda, Miguel Ángel de Prada y Walter Actis, autores del estudo sobre discapacidad de La Caixa, han recogido entre hombres y mujeres es significativa. Hasta los 55 años la prevalencia de discapacidad es mayor entre los hombres, cuyas actividades cotidianas suelen ser más de riesgo, pero a partir de esa edad “hay una mayor prevalencia de morbilidad entre las mujeres y, por tanto, más discapacidad”, dicen. Pero que nadie se llame a engaño, explica Pereda, “la mujer no alcanza mayores tasas de discapacidad porque tenga una esperanza de vida más alta, no, porque a edades avanzadas los dos sexos se equilibran en cuando a discapacidad”. La explicación que encuentra el sociólogo a la mayor tasa de discapacidad de la mujer a partir de los 55 es el trabajo: “Contra lo que algunos puedan pensar, la razón es la sobrecarga: ellas suman al trabajo doméstico el extradoméstico, con ese resultado”. Para colmo, indica el sociólogo, del medio millón de personas con discapacidad que dicen necesitar ayuda que no reciben, un 66% son mujeres. “Así que ellas son las cuidadoras principales —un 75% de los que cuidan discapacitados son mujeres—, pero no reciben la atención que merecen cuando llega el caso”, lamenta.


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